lunes, 18 de agosto de 2008

[In]Seguridad

María del Carmen Pérez, salió de su casa un domingo por la noche. Durmiendo, quedaron sus cinco hijos. Caminó hacia las afueras del humilde barrio, no más de 400 viviendas. Alrededor de la 1.45am, se encontró con su ex pareja Francisco Soaire, con quien concurrió al hotel “Hallowen”. En la intimidad de la habitación 20 no se sabe bien qué ocurrió, pero sí el resultado. La mujer fue encontrada muerta a las 7am. Había sido estrangulada. Justamente ella, que meses antes había dicho que su vida corría peligro, que su ex pareja la quería matar.

En una entrevista a un canal de televisión dijo: “Pido que me den una solución porque no quiero aparecer en la tapa de los diarios, uno de estos días, descuartizada por ahí. Está ciego, temo mucho por mi vida”. Es que las denuncias que había hecho contra Soaire por lesiones y amenazas, solo habían logrado excluirlo del hogar. Su miedo continuaba, pues el hombre la quería matar. Quería acabar con su existencia, que deje de caminar, de hablar, reír, pensar, compartir, dar cariño a sus hijos y afecto a sus padres.

Dios me perdone lo que hice, la hija de puta no va a joder más; está en el hotel Sarmiento, frente a la terminal vieja, habitación 20. A los chicos los dejó solos, la llave en el pantalón, perdón no estoy jodiendo, Francisco”.

El mecanismo de asfixia por estrangulamiento requiere de varios minutos para lograr el cometido. Pueden extenderse ante la variabilidad de poder obstruir la vía respiratoria en forma completa, sobre todo cuando se ofrece resistencia. En esos minutos la víctima pierde el conocimiento primero y luego, muere de un paro cardiorrespiratorio.

Este caso revela un entramado desconocido, íntimo, en base al cual se desencadenó tamaño resultado. Separándonos de éste, que por su naturaleza se vuelve tan complejo e individual como seres habitamos la tierra, deja una premisa intacta e incomprensible desde la sociedad. La, hasta hoy, inevitabilidad del horror.

Supongamos que una persona revela su plan criminal a la víctima. ¿Qué puede hacer el Estado? Desde el ejecutivo, solo hay prevención. La visión popular sobre la administración nos enseña que ésta logra una magra custodia de los derechos subjetivos, de la vida de sus ciudadanos. Desde el poder judicial, quien tiene un plan criminal tiene una idea, por más determinada que sea, sigue siendo eso: un plan. Hasta tanto no se ponga en marcha, el Estado no puede intervenir.

A grandes rasgos, y para evitar excesos barrocos, los expositores de las teorías sobre la represión del ”intento delictivo” (la llamada tentativa), se han nucleado en dos grupos. Por un lado, los partidarios del peligro objetivo y, por el otro, los partidarios de la manifestación delictiva.

Los primeros sostienen que para que un intento delictivo pueda ser penado, es necesario que haya existido un peligro para la víctima, que haya una posibilidad de que la víctima sea lesionada. De estas premisas puede extraerse la necesidad de que el acto delictivo se haya comenzado a ejecutar. De otra manera no podría existir un peligro de una posible lesión a la víctima.

Los segundos, sostienen que debe existir una voluntad delictiva, es decir contraria al derecho, a la norma. La importancia no radica en la exteriorización, sino en la actitud interna. Sin perjuicio de esto, también se requiere el comienzo de la ejecución del acto delictivo, en tanto allí se verá corroborada la decisión interna contraria a la norma. Lo que importa es la voluntad contraria al derecho, el resultado será algo independiente para la ponderación de la penalidad, ya que el intento habrá comportado lo suficiente para satisfacer el contenido del injusto y para merecer la máxima respuesta penal prevista por el ordenamiento jurídico. Lo suficiente para ser sancionado con el máximo rigor. Al que intenta matar, se lo sanciona como al que mata.

Si bien estas posiciones tienen a su vez que ser tamizadas por lo que se denomina disvalor de acto y disvalor de resultado (reprochar la acción o reprochar la consecuencia de la acción), las repercusiones jurídicas y sociales de la elección de una u otra posición son muy importantes.

Lo cierto es que en definitiva, ninguna posición admite la sanción de la idea o el plan. Consecuencia directa de esto, es que el Estado no puede intervenir. Pero solo no lo puede hacer con el brazo que sostiene la espada.

La idea de que el sujeto peligroso por sus características individuales puede ser recluido de la sociedad, tiene un principio forjado en el derecho penal clásico que se le opone y mucha tierra bajo la alfombra. Así, nadie puede ser castigado por lo que es, sino por lo que hace. Los actos libres son la base de la responsabilidad. El hombre del antropocentrismo, es un ser dotado de razón y conciencia, al cual el Estado solo puede reprimir por aquél acto que ejecute en contra de una norma y en el ejercicio de su libertad. Al que no es libre por tratarse de un caso patológico, se le tienen reservadas las “medidas de seguridad”. Esto es, el loco al loquero.

Sucede que en la mayoría de los eventos que suceden día tras día, los protagonistas gozan de un grado estándar de “normalidad” si se me permite el término para evitar circunlocuciones y apuntar a la elocuencia. Es decir, que no son personas que puedan obtener un dictamen médico de insanos, peligrosos, y considerárselos causa de una fuente de riesgo a la que debe aplicársele una medida de seguridad. Claro está, luego de que cometen el delito ya han ingresado –depende el caso-, en el terreno de los punibles o asegurables, a la cárcel o al loquero.

En este panorama surgen las preguntas sobre la inseguridad. Se suele hablar de las olas de violencia que azotan la sociedad civil. Y en este punto hay que separar las aguas. Una cuestión es la imposibilidad filosófica del Estado de sesgar el ámbito de libertad del peligroso, y otra muy distinta son las consecuencias de la destrucción de las herramientas para la cohesión social.

Nada tiene que ver con “el problema de la inseguridad”, la dimensión de poder represiva del Estado, es decir con la cantidad de poder que éste puede desplegar sobre los componentes sociales, sobre las personas. Bajo ese manto se confunde el problema real. Esto es, un Estado que se ha retirado del ámbito de políticas sociales, donde se consideró conveniente y acorde a un programa liberal, que lo que no era un valor de mercado debía librarse al devenir. Se trata de un Estado que no invierte en la cohesión a través de la educación, de la salud y de la contención. Que en su retiro y ausencia observa paciente la desigualdad y el creciente detrimento de las bases y valores para una comunidad pacífica.

De una somera apreciación de la historia reciente, observamos el resquebrajamiento de las generaciones, sin distinción entre ricos y pobres, porque a cada cual le ha tocado su parte. A las clases bajas la peor parte, donde las circunstancias de vida sólo revelan un circuito de suplicio. A las altas, una realidad muy distinta, donde el fuerte contenido de alienación, de industria cultural, mantiene a la conciencia encantada con la administración de una vida a gusto del capital. De la mano de la estupidez y el sinsentido se ha perdido campo en la ciencia, en la economía, en la política, en las expectativas de vida, en lo esencial y en lo trascendental.

Esta separación entre los principios que guían una comunidad sólida, y la realidad amplificada por la mecánica comunicativa de la globalización, es la que se da en nuestra sociedad. Podemos escrutar fijamente, sosteniendo con ambas manos un código civil, una ley de convivencia, el preámbulo de la Constitución Nacional, y con sólo levantar la vista hacia el horizonte veremos que la distancia entre lo que debe ser y lo que es, se amplía cada vez más.

Entonces, cuando surgen las preguntas sobre la inseguridad, es necesario tener en claro dos cuestiones.

La primera, que la sociedad moderna está basada en un pacto de convivencia fundacional donde el que viola sus reglas es excluido (retribucionismo) o reformado (resocialización), y que ello conlleva insito la posibilidad de la inevitabilidad del horror.

La segunda, que la desintegración de la cohesión por la violación del pacto por parte del soberano (Estado), tiene el grave efecto de que a partir de su violación, el pacto pueda ser considerado anulado. Esto que desde la teoría parece obra de algún trasnochado, se traduce en un simple silogismo: si quien tiene obligaciones de las cuales nacen mis deberes, no las cumple, yo puedo no cumplir mis deberes.

Un revolucionario francés, Jean Paul Marat (1743-1793), sostuvo que los hombres se reunieron en sociedad para asegurar sus derechos, que en el estado de naturaleza podían ser vulnerados por los excesos y la falta de límites; el hecho de que a través de generaciones de convivencia en sociedad no se haya garantizado el bienestar y la equidad, generó riqueza en algunos y pobreza en otros. Sobre esa base se preguntó si las personas que no obtienen de la sociedad más que desventajas debían verse igualmente obligadas a respetar la ley, a lo que respondió rotundamente: “No, sin duda. Si la sociedad les abandona, vuelven al estado de naturaleza y recobran por la fuerza los derechos que no han enajenado sino para obtener ventajas mayores, toda autoridad que se les oponga será tiránica y el juez que les condene a muerte no será más que un simple asesino” (cf. Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Criminología, aproximación desde un margen”, Ed. Temis S.A., Bogotá, Colombia, 1988, p. 119 y ss.).

El ciudadano puede fallar, puede no cumplir, puede salirse del pacto con las consecuencias previstas. Quien no puede fallar es el Estado, puesto que es a quien nosotros creamos, a quien le dimos atribuciones y se nos ha vuelto en contra, o al menos en contra de algunos.

Cuando se buscan respuestas sobre la inseguridad, se debe buscar más en el papel del Estado, qué hizo y qué está haciendo. Puesto que jamás debemos olvidar que detrás de la inseguridad, hay siempre una crisis económica, y más allá, el Estado queriendo legitimarse.

A. Spiegel.