jueves, 6 de noviembre de 2008

Cromagnón

Implicancias del juicio sobre la tragedia en República Cromagnón
Una reflexión política sobre la nueva dogmática del derecho penal

La tragedia y el horror, por todos es conocida. Ya en el juicio se ha dado lectura a la acusación. Habló el Fiscal y hablaron los querellantes. Según la querella del Dr. José Iglesias, los acusados deberán responder por homicidio simple o, en su defecto, estrago doloso seguido de muerte.
La querella representada por el Dr. Patricio Popavsky, al igual que el Fiscal, sostiene que los acusados deben responder por estrago doloso seguido de muerte.
A diferencia de los anteriores, la querella representada por el Dr. Mauricio Castro, no acusa a los integran la banda Callejeros, pero sí a los otros imputados.
La Dra. María del Carmen Verdú, tampoco acusa a la banda, sino a Omar Chabán y los funcionarios implicados, por el cargo de homicidio.
Con diferencia en los sujetos a acusación y calidad jurídica de la imputación, todos coinciden en basarla en acciones y omisiones que desencadenaron el resultado.
En este juicio, se juzga también sobre una colisión que trasciende del propio ámbito de la tragedia y en la que se definirá el futuro del derecho penal argentino, al menos en los próximos años.
Se trata de la colisión entre dos corrientes de pensamiento jurídico, el llamado funcionalismo sistémico y el finalismo, y lo que se debate es el método para delimitar lo que debe ser punible. Ahí radica la tensión.
Detrás de esta discusión, a mi gusto, se encuentran dos sistemas de pensamiento opuestos, que son la escuela positiva jurídica y la clásica.
Ésta última, se identifica con la superación del sistema imperante en el medio evo. Desde el Descubrimiento, la Reforma, las tres grandes revoluciones, el antropocentrismo y la entronización de la razón, hasta la conformación del núcleo del pensamiento del Iluminismo, se vislumbra un período de transformación que dio lugar al producto llamado clasicismo. Con precursores y expositores propios, como Cesare Beccaria en “De los Delitos y de las Penas”, la crítica al pensamiento medieval de René Descartes y el nacimiento del racionalismo, el empirismo clásico del inglés David Hume, el idealismo trascendental de Inmanuel Kant y el absoluto de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, con los aportes en el derecho de Francesco Carrara, Giandoménico Romagnosi, Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach, se arriba a una fundamentación de la nueva realidad.
En otras palabras se trata de un movimiento que sostiene “una teoría de control social. Fija en primer lugar, la forma en que el estado debe reaccionar ante el delincuente; en segundo término, las desviaciones permiten calificar como delincuentes a determinadas personas; y en tercero, la base social del derecho penal” (cf. Taylor, Ian; Walton, Paul, y Young, Jock, “La nueva criminología, contribución a una teoría social de la conducta desviada”, Amorrortu, Bs.As., 1990, p. 20).
Las nuevas formas de producción determinaron otra administración del poder, junto con el resquebrajamiento de las estructuras feudales, y los ahora protagonistas que requerían el fundamento político del control y la existencia de un Estado que asegure sus derechos. El plexo de posturas fue y es amplio, pero en su marco y a lo largo del período comprendido entre los siglos XIII hasta el XVIII (de las luces), nacen y se da a fruto a los estados nacionales.
Desde mediados del siglo XVIII, junto con el auge del método del racionalismo y su uso científico en las ciencias naturales, sumado a las teorías de la evolución, surge el positivismo.
Su fundamento no radica como la escuela clásica en la asignación de un carácter político al delito, como producto del libre albedrío del hombre, ser dotado de razón y conciencia, sino que será atribuido al determinismo biológico. Si bien se identifican dentro de un mismo paradigma causal del delito, en tanto buscarán una justificación del tipo etiológica “el por qué”, se diferenciarán notablemente en su concepción del hombre.
En este marco, con el resurgir de un enfrentamiento constante de estos dos sistemas con una concepción radicalmente antagónica acerca del hombre, asistimos a un momento de crisis del derecho penal. Utilizo el concepto crisis, otorgándole a la palabra todo el sentido de la etimología griega, esto es como “litigio”, “desenlace”, “momento decisivo”.
Pero para comprender la entidad de la crisis y lo que el juicio reporta, es necesario remontarnos a los ensayos del alemán Hans Welzel. A comienzos de los años ´30, este notable jurista sentó las bases para sepultar la construcción causalista del delito, de neto corte de ciencia natural, fundada en ideas físicas y con un método propio de aquella. Así, sentenció que lo central para determinar que una conducta sea digna de ser acaparada por la ciencia penal es la intencionalidad. Sólo las causas de un delito fundadas en la intención podían ser consideradas conductas, acciones, reservadas al ámbito de ejecución del hombre y producto de su libre albedrío.
Welzel no pretendía sesgar el ámbito importante de la causalidad, sino que se esforzó en señalar que su comprobación no era determinante para escindir el ámbito de lo punible.
También destacó la importancia de entender el concepto de la adecuación social, como parámetro también importante a la hora de la decisión penal. Se trata en definitiva de comportamientos que sin perjuicio de vulnerar bienes jurídicos, esto es, aquellos valores protegidos por el Estado y la nueva conformación social del Iluminismo, debían mantenerse a un margen del derecho penal por ser tolerados socialmente.
Así, la idea de intencionalidad como parámetro para determinar la conducta abarcada por el derecho penal se extendió rápidamente entre los científicos del derecho, y con la misma velocidad se identificó con la idea de finalidad. La intención tenía en vista un fin, y por así tenerlo la acción se consolidó como una acción final. A esta corriente de pensamiento se la denominó finalismo.
La gran crítica que soportó Welzel, se centró en la incapacidad –aparente-, de explicar los delitos imprudentes, ya que en estos no hay una finalidad que se concrete en el resultado. Si quien desea manejar su automóvil desde el trabajo a su casa participa en un accidente ocasionado por su impericia en el manejo, necesariamente debe remarcarse que la finalidad era la de llegar a su casa, y no colisionar a otro vehículo. Esta problemática fue respondida por el alemán, quien sostuvo que en el delito imprudente también había una finalidad, pero que era irrelevante para el derecho penal. Ante esta contradicción, que hacía incongruente el sistema, ensayó dos soluciones.
La primera fue por la cual se decía que en realidad existía una finalidad potencial, ya que si bien existe en el sujeto una voluntad final, ésta no era la de causar un resultado lesivo, pero su conducta queda dentro del ámbito de lo penal, por serle exigible un comportamiento que evitase la lesión. Ese fue el puntapié que lo condujo a sostener más acabadamente que en esos casos de imprudencia existía una violación objetiva de un deber de cuidado. Así, el delito imprudente sería reprochado por la no observancia de un deber de cuidado exigible. Pero la acción que omitiera el deber de cuidado debía realizarse intencionalmente, esto es, que el deber de cuidado debía ser omitido intencionalmente, todo lo cual conducía a la congruencia del sistema planteado por el alemán, en tanto se trataba también de una acción intencional.
Si bien este esquema fue acogido con júbilo, la práctica demostró algunos problemas en su aplicación, que dieron lugar a correctivos.
El caso del conductor del camión en la ruta que adelantó al ciclista ebrio que zigzaguea, sin observar la distancia reglamentaria, resultando arrollado el ciclista, evidencia un caso en donde los actores infringen sendos deberes de cuidado, la llamada culpa concurrente. Si bien en el caso real la Suprema Corte alemana absolvió al conductor por entender que la inevitabilidad de un evento aún observando el deber objetivo de cuidado (en el caso sería guardar la debida distancia para el adelantamiento), no lograba explicar el por qué de la ausencia de responsabilidad del conductor, a quien se lo acusaba de homicidio imprudente –culposo en nuestra legislación-.
Claus Roxin propuso, en 1962, que el resultado debía imputarse a una persona cuando elevase el riesgo más allá de lo permitido por el ordenamiento jurídico. La teoría de la elevación o incremento del riesgo recibió severas críticas en torno al desconocimiento del in dubio pro reo, y la objetivación de la imputación.
De tal manera, surgió con grandes pretensiones y se asentó como lo que era, un correctivo a la teoría final de la acción. Con el mismo sentido y para abarcar casos en los que el espíritu y regla general de la teoría se veían forzados, se observaron correctivos tales como el fin de protección de la norma, la prohibición de regreso y el ámbito de protección de la víctima.
El gran debate se plantea entonces, entre, por un lado, una postura como la de la teoría final de la acción con sus correctivos, superadora del causalismo, como un sistema ontológico de la teorización sobre el delito. Esto es, apoyado sobre elementos de la realidad, con métodos que conllevan a la comprobación objetivo-sujetiva. Lo acontecido en el mundo, y esto como producto de lo acontecido en la psique del hombre: la intención.
Por el otro lado, se presenta la teoría normativa del delito. Ésta sostiene que un hecho punible, abarcado por el derecho penal no es un fenómeno natural, sino un fenómeno social, producto de la vida del ser humano en sociedad. De manera que la acción no será el producto de la manifestación ontológica del intelecto humano, “…sino de la comparación del comportamiento efectivamente realizado con aquel que socialmente se espera del autor” (Reyes Alvarado, CESID “El concepto de imputación objetiva”, Derecho Penal Contemporáneo nº 1, Revista Internacional, Ed. Legis, p. 28).
Esta teoría eleva la consideración de la sociedad como un organismo funcional, un todo que se rige por reglas, un sistema que se basa en el ordenamiento de los componentes.
Pues bien, la base de la imputación no será la acción final en el modo de la intencionalidad, sino que tendrá su fundamento en la organización social, la obligación por la actividad que se realiza, el rol que se desempeña, la competencia que a cada uno le toca, y el deber de garantía frente a la sociedad.
En este sentido, el normativismo –también llamado funcionalismo-, se desprende definitivamente de toda concepción ontológica, la acción es una construcción social, es lo que la norma dice que una acción es.
En el juicio que hoy se lleva adelante por la tragedia en Cromagnon, colisionan estas dos visiones del derecho penal. Si queremos que el derecho penal sea una herramienta moral, de neto corte positivista, donde el libre albedrío del hombre sea una mera ficción, donde un individuo sea inculpado por aquello que la sociedad quiso esperar de él, debemos suscribir al funcionalismo sistémico.
Si queremos un derecho penal que sirva como un sistema reglado que divida y contenga lo que el Estado considera punible de lo que no, que otorgue claridad al ciudadano en saber aquello que está prohibido, y cómo su acción –producto de una decisión libre, dotada de razón y conciencia-, lo haga responsable de sus actos, debemos suscribir al finalismo clásico.
Depende la solución que obtengamos, podremos decir que un joven guitarrista, algo ingenuo, pueda ser acusado de homicidio doloso reiterado en 194 oportunidades. 194 personas, a las cuales quiso matar, o cuanto menos, pudo evitar que murieran porque esa era la conducta que se esperaba de él, y a eso se defina como la ejecución de elevación de un riesgo. Sucede que cuesta creer que, de nuevo, un joven guitarrista haya querido matar a su madre y a su hermana, quienes formaron parte del auditorio, parte de las 194 almas que dejaron su aliento en una tragedia.
En una de las primeras escenas de Fausto de Johann Wolfgang Goethe (1808, I parte, versos 1215-1237), se encuentra Fausto con el texto de la Biblia, intentando traducir al alemán el pasaje de San Juan que comienza con las palabras “En el principio era el logos”. Suele traducirse como “el verbo”. Sucede que el término logos, significaba para los griegos: razón, concepto. De esta forma, la frase podría traducirse como que en el principio era el conocimiento. Pero Fausto no quería simplemente traducir y reemplazar la palabra griega por una alemana, sino que estimaba valioso pronunciarla en alemán resguardando el espíritu de ésta. Luego de ensayar palabras como “inteligencia”, “fuerza”, que no le satisfacían, halla el término tat. Así, En el principio era la acción (Tat). En el principio hay entonces actividad, acción. Kant entendía que el conocimiento era una especial forma de acción. Goethe encuentra entonces la palabra moderna equivalente al logos griego: acción. Dirá Kant en Crítica de la razón pura: “ni conceptos sin intuición que de alguna manera les corresponda, ni intuición sin conceptos, pueden dar un conocimiento, porque pensamientos sin contenido son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas” (A 50= B 74 y A 51= B 75, trad. G. Morente, Madrid, V. Suárez, 1928, tomo I, p. 173 y ss.).
De qué manera absurda podría sostenerse que una acción no es producto de la esencia del hombre. Esencia: aquello sin lo cual algo no sería lo que es. ¿Y qué es lo que al hombre le hace ser lo que es? Entiendo, humildemente, que lo es la razón. Aquello que hizo epicentro en la época clásica, y se vio esculpido en cuanta constitución, declaración, tratado e instrumento internacional se ha escrito. El hombre es un ser dotado de razón y conciencia, y no es causalidad que la palabra moderna para definir el logos (razón), lo sea acción –tat-.
Si dejamos fluir un sistema penal que entienda la responsabilidad como mero ejercicio de una expectativa en el otro, negaremos aquellos principios fundacionales que nos sitúan en una sociedad. El hombre es libre, y esta aserción es metafísica, ajena a la necesidad punitiva de la posmodernidad, y por lo tanto intocable, inalcanzable. Se trata de un presupuesto de la envergadura del “Pienso, luego existo”. Solo en el finalismo penal, se podrá existir como lo que somos.
Negar esto, es negar lo que hace que el hombre sea lo que es. Negar esto, es elevar una teoría del control social a través del derecho penal que no tenga límites sino únicamente en la norma. Despojar a la norma de la realidad, es establecer una división entre la realidad y lo querido. Dividir el pensamiento, el lenguaje y la realidad.
El lenguaje de lo jurídico, producto del pensamiento, no es otra cosa que la representación de la realidad. Si se prescinde de la realidad para avanzar en un campo únicamente normativo, los resultados pueden ser similares a los vividos, como cuando una norma, como muchas del corpus nacionalsocialista, indicaba a ciertos hombres como el mal de una sociedad.
El juicio de Cromagnón espera una solución que respete los principios constitucionales que señalan al hombre, como un ser dotado de razón y conciencia. Principio basal.

A. Spiegel.