jueves, 6 de noviembre de 2008

Cromagnón

Implicancias del juicio sobre la tragedia en República Cromagnón
Una reflexión política sobre la nueva dogmática del derecho penal

La tragedia y el horror, por todos es conocida. Ya en el juicio se ha dado lectura a la acusación. Habló el Fiscal y hablaron los querellantes. Según la querella del Dr. José Iglesias, los acusados deberán responder por homicidio simple o, en su defecto, estrago doloso seguido de muerte.
La querella representada por el Dr. Patricio Popavsky, al igual que el Fiscal, sostiene que los acusados deben responder por estrago doloso seguido de muerte.
A diferencia de los anteriores, la querella representada por el Dr. Mauricio Castro, no acusa a los integran la banda Callejeros, pero sí a los otros imputados.
La Dra. María del Carmen Verdú, tampoco acusa a la banda, sino a Omar Chabán y los funcionarios implicados, por el cargo de homicidio.
Con diferencia en los sujetos a acusación y calidad jurídica de la imputación, todos coinciden en basarla en acciones y omisiones que desencadenaron el resultado.
En este juicio, se juzga también sobre una colisión que trasciende del propio ámbito de la tragedia y en la que se definirá el futuro del derecho penal argentino, al menos en los próximos años.
Se trata de la colisión entre dos corrientes de pensamiento jurídico, el llamado funcionalismo sistémico y el finalismo, y lo que se debate es el método para delimitar lo que debe ser punible. Ahí radica la tensión.
Detrás de esta discusión, a mi gusto, se encuentran dos sistemas de pensamiento opuestos, que son la escuela positiva jurídica y la clásica.
Ésta última, se identifica con la superación del sistema imperante en el medio evo. Desde el Descubrimiento, la Reforma, las tres grandes revoluciones, el antropocentrismo y la entronización de la razón, hasta la conformación del núcleo del pensamiento del Iluminismo, se vislumbra un período de transformación que dio lugar al producto llamado clasicismo. Con precursores y expositores propios, como Cesare Beccaria en “De los Delitos y de las Penas”, la crítica al pensamiento medieval de René Descartes y el nacimiento del racionalismo, el empirismo clásico del inglés David Hume, el idealismo trascendental de Inmanuel Kant y el absoluto de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, con los aportes en el derecho de Francesco Carrara, Giandoménico Romagnosi, Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach, se arriba a una fundamentación de la nueva realidad.
En otras palabras se trata de un movimiento que sostiene “una teoría de control social. Fija en primer lugar, la forma en que el estado debe reaccionar ante el delincuente; en segundo término, las desviaciones permiten calificar como delincuentes a determinadas personas; y en tercero, la base social del derecho penal” (cf. Taylor, Ian; Walton, Paul, y Young, Jock, “La nueva criminología, contribución a una teoría social de la conducta desviada”, Amorrortu, Bs.As., 1990, p. 20).
Las nuevas formas de producción determinaron otra administración del poder, junto con el resquebrajamiento de las estructuras feudales, y los ahora protagonistas que requerían el fundamento político del control y la existencia de un Estado que asegure sus derechos. El plexo de posturas fue y es amplio, pero en su marco y a lo largo del período comprendido entre los siglos XIII hasta el XVIII (de las luces), nacen y se da a fruto a los estados nacionales.
Desde mediados del siglo XVIII, junto con el auge del método del racionalismo y su uso científico en las ciencias naturales, sumado a las teorías de la evolución, surge el positivismo.
Su fundamento no radica como la escuela clásica en la asignación de un carácter político al delito, como producto del libre albedrío del hombre, ser dotado de razón y conciencia, sino que será atribuido al determinismo biológico. Si bien se identifican dentro de un mismo paradigma causal del delito, en tanto buscarán una justificación del tipo etiológica “el por qué”, se diferenciarán notablemente en su concepción del hombre.
En este marco, con el resurgir de un enfrentamiento constante de estos dos sistemas con una concepción radicalmente antagónica acerca del hombre, asistimos a un momento de crisis del derecho penal. Utilizo el concepto crisis, otorgándole a la palabra todo el sentido de la etimología griega, esto es como “litigio”, “desenlace”, “momento decisivo”.
Pero para comprender la entidad de la crisis y lo que el juicio reporta, es necesario remontarnos a los ensayos del alemán Hans Welzel. A comienzos de los años ´30, este notable jurista sentó las bases para sepultar la construcción causalista del delito, de neto corte de ciencia natural, fundada en ideas físicas y con un método propio de aquella. Así, sentenció que lo central para determinar que una conducta sea digna de ser acaparada por la ciencia penal es la intencionalidad. Sólo las causas de un delito fundadas en la intención podían ser consideradas conductas, acciones, reservadas al ámbito de ejecución del hombre y producto de su libre albedrío.
Welzel no pretendía sesgar el ámbito importante de la causalidad, sino que se esforzó en señalar que su comprobación no era determinante para escindir el ámbito de lo punible.
También destacó la importancia de entender el concepto de la adecuación social, como parámetro también importante a la hora de la decisión penal. Se trata en definitiva de comportamientos que sin perjuicio de vulnerar bienes jurídicos, esto es, aquellos valores protegidos por el Estado y la nueva conformación social del Iluminismo, debían mantenerse a un margen del derecho penal por ser tolerados socialmente.
Así, la idea de intencionalidad como parámetro para determinar la conducta abarcada por el derecho penal se extendió rápidamente entre los científicos del derecho, y con la misma velocidad se identificó con la idea de finalidad. La intención tenía en vista un fin, y por así tenerlo la acción se consolidó como una acción final. A esta corriente de pensamiento se la denominó finalismo.
La gran crítica que soportó Welzel, se centró en la incapacidad –aparente-, de explicar los delitos imprudentes, ya que en estos no hay una finalidad que se concrete en el resultado. Si quien desea manejar su automóvil desde el trabajo a su casa participa en un accidente ocasionado por su impericia en el manejo, necesariamente debe remarcarse que la finalidad era la de llegar a su casa, y no colisionar a otro vehículo. Esta problemática fue respondida por el alemán, quien sostuvo que en el delito imprudente también había una finalidad, pero que era irrelevante para el derecho penal. Ante esta contradicción, que hacía incongruente el sistema, ensayó dos soluciones.
La primera fue por la cual se decía que en realidad existía una finalidad potencial, ya que si bien existe en el sujeto una voluntad final, ésta no era la de causar un resultado lesivo, pero su conducta queda dentro del ámbito de lo penal, por serle exigible un comportamiento que evitase la lesión. Ese fue el puntapié que lo condujo a sostener más acabadamente que en esos casos de imprudencia existía una violación objetiva de un deber de cuidado. Así, el delito imprudente sería reprochado por la no observancia de un deber de cuidado exigible. Pero la acción que omitiera el deber de cuidado debía realizarse intencionalmente, esto es, que el deber de cuidado debía ser omitido intencionalmente, todo lo cual conducía a la congruencia del sistema planteado por el alemán, en tanto se trataba también de una acción intencional.
Si bien este esquema fue acogido con júbilo, la práctica demostró algunos problemas en su aplicación, que dieron lugar a correctivos.
El caso del conductor del camión en la ruta que adelantó al ciclista ebrio que zigzaguea, sin observar la distancia reglamentaria, resultando arrollado el ciclista, evidencia un caso en donde los actores infringen sendos deberes de cuidado, la llamada culpa concurrente. Si bien en el caso real la Suprema Corte alemana absolvió al conductor por entender que la inevitabilidad de un evento aún observando el deber objetivo de cuidado (en el caso sería guardar la debida distancia para el adelantamiento), no lograba explicar el por qué de la ausencia de responsabilidad del conductor, a quien se lo acusaba de homicidio imprudente –culposo en nuestra legislación-.
Claus Roxin propuso, en 1962, que el resultado debía imputarse a una persona cuando elevase el riesgo más allá de lo permitido por el ordenamiento jurídico. La teoría de la elevación o incremento del riesgo recibió severas críticas en torno al desconocimiento del in dubio pro reo, y la objetivación de la imputación.
De tal manera, surgió con grandes pretensiones y se asentó como lo que era, un correctivo a la teoría final de la acción. Con el mismo sentido y para abarcar casos en los que el espíritu y regla general de la teoría se veían forzados, se observaron correctivos tales como el fin de protección de la norma, la prohibición de regreso y el ámbito de protección de la víctima.
El gran debate se plantea entonces, entre, por un lado, una postura como la de la teoría final de la acción con sus correctivos, superadora del causalismo, como un sistema ontológico de la teorización sobre el delito. Esto es, apoyado sobre elementos de la realidad, con métodos que conllevan a la comprobación objetivo-sujetiva. Lo acontecido en el mundo, y esto como producto de lo acontecido en la psique del hombre: la intención.
Por el otro lado, se presenta la teoría normativa del delito. Ésta sostiene que un hecho punible, abarcado por el derecho penal no es un fenómeno natural, sino un fenómeno social, producto de la vida del ser humano en sociedad. De manera que la acción no será el producto de la manifestación ontológica del intelecto humano, “…sino de la comparación del comportamiento efectivamente realizado con aquel que socialmente se espera del autor” (Reyes Alvarado, CESID “El concepto de imputación objetiva”, Derecho Penal Contemporáneo nº 1, Revista Internacional, Ed. Legis, p. 28).
Esta teoría eleva la consideración de la sociedad como un organismo funcional, un todo que se rige por reglas, un sistema que se basa en el ordenamiento de los componentes.
Pues bien, la base de la imputación no será la acción final en el modo de la intencionalidad, sino que tendrá su fundamento en la organización social, la obligación por la actividad que se realiza, el rol que se desempeña, la competencia que a cada uno le toca, y el deber de garantía frente a la sociedad.
En este sentido, el normativismo –también llamado funcionalismo-, se desprende definitivamente de toda concepción ontológica, la acción es una construcción social, es lo que la norma dice que una acción es.
En el juicio que hoy se lleva adelante por la tragedia en Cromagnon, colisionan estas dos visiones del derecho penal. Si queremos que el derecho penal sea una herramienta moral, de neto corte positivista, donde el libre albedrío del hombre sea una mera ficción, donde un individuo sea inculpado por aquello que la sociedad quiso esperar de él, debemos suscribir al funcionalismo sistémico.
Si queremos un derecho penal que sirva como un sistema reglado que divida y contenga lo que el Estado considera punible de lo que no, que otorgue claridad al ciudadano en saber aquello que está prohibido, y cómo su acción –producto de una decisión libre, dotada de razón y conciencia-, lo haga responsable de sus actos, debemos suscribir al finalismo clásico.
Depende la solución que obtengamos, podremos decir que un joven guitarrista, algo ingenuo, pueda ser acusado de homicidio doloso reiterado en 194 oportunidades. 194 personas, a las cuales quiso matar, o cuanto menos, pudo evitar que murieran porque esa era la conducta que se esperaba de él, y a eso se defina como la ejecución de elevación de un riesgo. Sucede que cuesta creer que, de nuevo, un joven guitarrista haya querido matar a su madre y a su hermana, quienes formaron parte del auditorio, parte de las 194 almas que dejaron su aliento en una tragedia.
En una de las primeras escenas de Fausto de Johann Wolfgang Goethe (1808, I parte, versos 1215-1237), se encuentra Fausto con el texto de la Biblia, intentando traducir al alemán el pasaje de San Juan que comienza con las palabras “En el principio era el logos”. Suele traducirse como “el verbo”. Sucede que el término logos, significaba para los griegos: razón, concepto. De esta forma, la frase podría traducirse como que en el principio era el conocimiento. Pero Fausto no quería simplemente traducir y reemplazar la palabra griega por una alemana, sino que estimaba valioso pronunciarla en alemán resguardando el espíritu de ésta. Luego de ensayar palabras como “inteligencia”, “fuerza”, que no le satisfacían, halla el término tat. Así, En el principio era la acción (Tat). En el principio hay entonces actividad, acción. Kant entendía que el conocimiento era una especial forma de acción. Goethe encuentra entonces la palabra moderna equivalente al logos griego: acción. Dirá Kant en Crítica de la razón pura: “ni conceptos sin intuición que de alguna manera les corresponda, ni intuición sin conceptos, pueden dar un conocimiento, porque pensamientos sin contenido son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas” (A 50= B 74 y A 51= B 75, trad. G. Morente, Madrid, V. Suárez, 1928, tomo I, p. 173 y ss.).
De qué manera absurda podría sostenerse que una acción no es producto de la esencia del hombre. Esencia: aquello sin lo cual algo no sería lo que es. ¿Y qué es lo que al hombre le hace ser lo que es? Entiendo, humildemente, que lo es la razón. Aquello que hizo epicentro en la época clásica, y se vio esculpido en cuanta constitución, declaración, tratado e instrumento internacional se ha escrito. El hombre es un ser dotado de razón y conciencia, y no es causalidad que la palabra moderna para definir el logos (razón), lo sea acción –tat-.
Si dejamos fluir un sistema penal que entienda la responsabilidad como mero ejercicio de una expectativa en el otro, negaremos aquellos principios fundacionales que nos sitúan en una sociedad. El hombre es libre, y esta aserción es metafísica, ajena a la necesidad punitiva de la posmodernidad, y por lo tanto intocable, inalcanzable. Se trata de un presupuesto de la envergadura del “Pienso, luego existo”. Solo en el finalismo penal, se podrá existir como lo que somos.
Negar esto, es negar lo que hace que el hombre sea lo que es. Negar esto, es elevar una teoría del control social a través del derecho penal que no tenga límites sino únicamente en la norma. Despojar a la norma de la realidad, es establecer una división entre la realidad y lo querido. Dividir el pensamiento, el lenguaje y la realidad.
El lenguaje de lo jurídico, producto del pensamiento, no es otra cosa que la representación de la realidad. Si se prescinde de la realidad para avanzar en un campo únicamente normativo, los resultados pueden ser similares a los vividos, como cuando una norma, como muchas del corpus nacionalsocialista, indicaba a ciertos hombres como el mal de una sociedad.
El juicio de Cromagnón espera una solución que respete los principios constitucionales que señalan al hombre, como un ser dotado de razón y conciencia. Principio basal.

A. Spiegel.

lunes, 18 de agosto de 2008

[In]Seguridad

María del Carmen Pérez, salió de su casa un domingo por la noche. Durmiendo, quedaron sus cinco hijos. Caminó hacia las afueras del humilde barrio, no más de 400 viviendas. Alrededor de la 1.45am, se encontró con su ex pareja Francisco Soaire, con quien concurrió al hotel “Hallowen”. En la intimidad de la habitación 20 no se sabe bien qué ocurrió, pero sí el resultado. La mujer fue encontrada muerta a las 7am. Había sido estrangulada. Justamente ella, que meses antes había dicho que su vida corría peligro, que su ex pareja la quería matar.

En una entrevista a un canal de televisión dijo: “Pido que me den una solución porque no quiero aparecer en la tapa de los diarios, uno de estos días, descuartizada por ahí. Está ciego, temo mucho por mi vida”. Es que las denuncias que había hecho contra Soaire por lesiones y amenazas, solo habían logrado excluirlo del hogar. Su miedo continuaba, pues el hombre la quería matar. Quería acabar con su existencia, que deje de caminar, de hablar, reír, pensar, compartir, dar cariño a sus hijos y afecto a sus padres.

Dios me perdone lo que hice, la hija de puta no va a joder más; está en el hotel Sarmiento, frente a la terminal vieja, habitación 20. A los chicos los dejó solos, la llave en el pantalón, perdón no estoy jodiendo, Francisco”.

El mecanismo de asfixia por estrangulamiento requiere de varios minutos para lograr el cometido. Pueden extenderse ante la variabilidad de poder obstruir la vía respiratoria en forma completa, sobre todo cuando se ofrece resistencia. En esos minutos la víctima pierde el conocimiento primero y luego, muere de un paro cardiorrespiratorio.

Este caso revela un entramado desconocido, íntimo, en base al cual se desencadenó tamaño resultado. Separándonos de éste, que por su naturaleza se vuelve tan complejo e individual como seres habitamos la tierra, deja una premisa intacta e incomprensible desde la sociedad. La, hasta hoy, inevitabilidad del horror.

Supongamos que una persona revela su plan criminal a la víctima. ¿Qué puede hacer el Estado? Desde el ejecutivo, solo hay prevención. La visión popular sobre la administración nos enseña que ésta logra una magra custodia de los derechos subjetivos, de la vida de sus ciudadanos. Desde el poder judicial, quien tiene un plan criminal tiene una idea, por más determinada que sea, sigue siendo eso: un plan. Hasta tanto no se ponga en marcha, el Estado no puede intervenir.

A grandes rasgos, y para evitar excesos barrocos, los expositores de las teorías sobre la represión del ”intento delictivo” (la llamada tentativa), se han nucleado en dos grupos. Por un lado, los partidarios del peligro objetivo y, por el otro, los partidarios de la manifestación delictiva.

Los primeros sostienen que para que un intento delictivo pueda ser penado, es necesario que haya existido un peligro para la víctima, que haya una posibilidad de que la víctima sea lesionada. De estas premisas puede extraerse la necesidad de que el acto delictivo se haya comenzado a ejecutar. De otra manera no podría existir un peligro de una posible lesión a la víctima.

Los segundos, sostienen que debe existir una voluntad delictiva, es decir contraria al derecho, a la norma. La importancia no radica en la exteriorización, sino en la actitud interna. Sin perjuicio de esto, también se requiere el comienzo de la ejecución del acto delictivo, en tanto allí se verá corroborada la decisión interna contraria a la norma. Lo que importa es la voluntad contraria al derecho, el resultado será algo independiente para la ponderación de la penalidad, ya que el intento habrá comportado lo suficiente para satisfacer el contenido del injusto y para merecer la máxima respuesta penal prevista por el ordenamiento jurídico. Lo suficiente para ser sancionado con el máximo rigor. Al que intenta matar, se lo sanciona como al que mata.

Si bien estas posiciones tienen a su vez que ser tamizadas por lo que se denomina disvalor de acto y disvalor de resultado (reprochar la acción o reprochar la consecuencia de la acción), las repercusiones jurídicas y sociales de la elección de una u otra posición son muy importantes.

Lo cierto es que en definitiva, ninguna posición admite la sanción de la idea o el plan. Consecuencia directa de esto, es que el Estado no puede intervenir. Pero solo no lo puede hacer con el brazo que sostiene la espada.

La idea de que el sujeto peligroso por sus características individuales puede ser recluido de la sociedad, tiene un principio forjado en el derecho penal clásico que se le opone y mucha tierra bajo la alfombra. Así, nadie puede ser castigado por lo que es, sino por lo que hace. Los actos libres son la base de la responsabilidad. El hombre del antropocentrismo, es un ser dotado de razón y conciencia, al cual el Estado solo puede reprimir por aquél acto que ejecute en contra de una norma y en el ejercicio de su libertad. Al que no es libre por tratarse de un caso patológico, se le tienen reservadas las “medidas de seguridad”. Esto es, el loco al loquero.

Sucede que en la mayoría de los eventos que suceden día tras día, los protagonistas gozan de un grado estándar de “normalidad” si se me permite el término para evitar circunlocuciones y apuntar a la elocuencia. Es decir, que no son personas que puedan obtener un dictamen médico de insanos, peligrosos, y considerárselos causa de una fuente de riesgo a la que debe aplicársele una medida de seguridad. Claro está, luego de que cometen el delito ya han ingresado –depende el caso-, en el terreno de los punibles o asegurables, a la cárcel o al loquero.

En este panorama surgen las preguntas sobre la inseguridad. Se suele hablar de las olas de violencia que azotan la sociedad civil. Y en este punto hay que separar las aguas. Una cuestión es la imposibilidad filosófica del Estado de sesgar el ámbito de libertad del peligroso, y otra muy distinta son las consecuencias de la destrucción de las herramientas para la cohesión social.

Nada tiene que ver con “el problema de la inseguridad”, la dimensión de poder represiva del Estado, es decir con la cantidad de poder que éste puede desplegar sobre los componentes sociales, sobre las personas. Bajo ese manto se confunde el problema real. Esto es, un Estado que se ha retirado del ámbito de políticas sociales, donde se consideró conveniente y acorde a un programa liberal, que lo que no era un valor de mercado debía librarse al devenir. Se trata de un Estado que no invierte en la cohesión a través de la educación, de la salud y de la contención. Que en su retiro y ausencia observa paciente la desigualdad y el creciente detrimento de las bases y valores para una comunidad pacífica.

De una somera apreciación de la historia reciente, observamos el resquebrajamiento de las generaciones, sin distinción entre ricos y pobres, porque a cada cual le ha tocado su parte. A las clases bajas la peor parte, donde las circunstancias de vida sólo revelan un circuito de suplicio. A las altas, una realidad muy distinta, donde el fuerte contenido de alienación, de industria cultural, mantiene a la conciencia encantada con la administración de una vida a gusto del capital. De la mano de la estupidez y el sinsentido se ha perdido campo en la ciencia, en la economía, en la política, en las expectativas de vida, en lo esencial y en lo trascendental.

Esta separación entre los principios que guían una comunidad sólida, y la realidad amplificada por la mecánica comunicativa de la globalización, es la que se da en nuestra sociedad. Podemos escrutar fijamente, sosteniendo con ambas manos un código civil, una ley de convivencia, el preámbulo de la Constitución Nacional, y con sólo levantar la vista hacia el horizonte veremos que la distancia entre lo que debe ser y lo que es, se amplía cada vez más.

Entonces, cuando surgen las preguntas sobre la inseguridad, es necesario tener en claro dos cuestiones.

La primera, que la sociedad moderna está basada en un pacto de convivencia fundacional donde el que viola sus reglas es excluido (retribucionismo) o reformado (resocialización), y que ello conlleva insito la posibilidad de la inevitabilidad del horror.

La segunda, que la desintegración de la cohesión por la violación del pacto por parte del soberano (Estado), tiene el grave efecto de que a partir de su violación, el pacto pueda ser considerado anulado. Esto que desde la teoría parece obra de algún trasnochado, se traduce en un simple silogismo: si quien tiene obligaciones de las cuales nacen mis deberes, no las cumple, yo puedo no cumplir mis deberes.

Un revolucionario francés, Jean Paul Marat (1743-1793), sostuvo que los hombres se reunieron en sociedad para asegurar sus derechos, que en el estado de naturaleza podían ser vulnerados por los excesos y la falta de límites; el hecho de que a través de generaciones de convivencia en sociedad no se haya garantizado el bienestar y la equidad, generó riqueza en algunos y pobreza en otros. Sobre esa base se preguntó si las personas que no obtienen de la sociedad más que desventajas debían verse igualmente obligadas a respetar la ley, a lo que respondió rotundamente: “No, sin duda. Si la sociedad les abandona, vuelven al estado de naturaleza y recobran por la fuerza los derechos que no han enajenado sino para obtener ventajas mayores, toda autoridad que se les oponga será tiránica y el juez que les condene a muerte no será más que un simple asesino” (cf. Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Criminología, aproximación desde un margen”, Ed. Temis S.A., Bogotá, Colombia, 1988, p. 119 y ss.).

El ciudadano puede fallar, puede no cumplir, puede salirse del pacto con las consecuencias previstas. Quien no puede fallar es el Estado, puesto que es a quien nosotros creamos, a quien le dimos atribuciones y se nos ha vuelto en contra, o al menos en contra de algunos.

Cuando se buscan respuestas sobre la inseguridad, se debe buscar más en el papel del Estado, qué hizo y qué está haciendo. Puesto que jamás debemos olvidar que detrás de la inseguridad, hay siempre una crisis económica, y más allá, el Estado queriendo legitimarse.

A. Spiegel.

jueves, 31 de julio de 2008

¿Lo que está en juego?

Algún filósofo del poder dijo recientemente que estábamos al borde de un cataclismo. Qué lejos tiró la bocha. Si quieren pueden salir a la calle y ver que los semáforos, aunque sea, todavía funcionan.

Qué compleja es nuestra realidad. Hoy en Argentina se viven tiempos de cambio. El pasado ha vuelto para ajusticiar las injusticias del pasado. Junto a él han vuelto también los errores de esa época. La hidalguía de quienes se levantaron contra una ola de terror que avanzó durante décadas en nuestro continente y fue producto de un contexto político de ensayo, odio y terror, hoy se ve insultada por la tergiversación de sus hechos en la historia, de su sangre derramada.

La dirección política sigue la línea de la perdición. No ve, no oye, no habla. Piensa que con su testarudez y sus falsas enmiendas encontrará un rumbo que gran parte del geoide no encuentra. No entiende que la administración debe ser de los recursos y no de las remesas, que por el orden económico se vuelven astutas, cambian sus formas y escapan de la necesidad general.

La realidad nos envuelve. Nuevas o viejas caras con nuevas o viejas ideas, que por haber gozado de legitimidad en otro tiempo, se las pretende usar de escudo para validar el presente, logrando únicamente violentar la memoria, insultar la historia y subestimar al pueblo. Si sólo detrás de ese escudo se encuentras las ideas antagónicas, que por subterráneas se creen invisibles.

El presente reclama activismo. Reclama conciencia. En el ahora se construye el presente. En las vísperas del bicentenario, vuelven a la mente signos y sistemas que blandidos por recíprocos enemigos, se tornan vacíos y ajenos a las ideas que les dieron contenido.

El presente reclama ideas. Reclama una solución que repare las estructuras dañadas desde el principio. Los proyectos olvidados. La necesidad urgente de quienes no pueden esperar el ciclo de un cultivo o de una economía. Muchas personas nacen, viven y mueren sin saber por qué vivieron como lo hicieron, y lo que es peor: sin preguntárselo. El mundo ofrece los elementos para saciar las necesidades del hombre. El equilibrio tiene estricta relación con la responsabilidad. Y en nuestro orden la que más importa es la responsabilidad del ciudadano, que no es otra cosa que conciencia y política. Ésta impulsa a la del actor que si bien no es el principal, es importante, este es el político. El funcionario. Él debe ser objeto de toda la presión, pues es quien tiene que actuar con claridad, transparencia y trabajar incansablemente.

Entiendo que el primer escalón, es éste: la conciencia política de quien por opción no la ejerce. Porque aquél desganado y escéptico es el ejemplo de la causa que conduce a dejar libre las posibilidades del fracaso. Como dijo Bertolt BrechtEl peor analfabeto, es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la carne, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. Es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos: el político corrupto, mequetrefe y lacayo del gran capital”.